miércoles, febrero 09, 2005

Se balanceaba agazapado a la baranda. El calor de enero se hacía más insoportable con los días. Lo detestaba. Todas las tardes veía dibujarse su desgarbada figura muchos metros abajo, junto a la bajada de piedras y veraneantes eventuales de los días laborables. Su rutina se había convertido en el motivo para continuar la búsqueda, frágiles aventuras que aguardaban sin falta detrás del picaporte de bronce descascarado, su refugio indemne, a tres cuadras del malecón. Necesitaba de las veredas agrietadas y los perros callejeros, observándolo como loco, enfundado en una armadura brillante reflejo de una ciudad que muere de a pocos. Y el mar era la excusa para pensar en ella. Frente a los gigantes de barro del parque, ella; sudando sin perdonar sus malas artes. También la recordaba hinchada sobre el colchón, árida por dentro, herida mortalmente por su lanza de fuego. Ángel efímero, caballero de cielos inmortales. Y sucedía frente a sus ojos. Lacónico al momento del sunset, y el puente de metal deglutiendo el abismo bajo sus pies. En el fondo sabía que nunca podría dar el salto. Y daba media vuelta de lunes a domingo, volviendo sobre sus pasos y los de ella, deambulando solares cuyo nombre no quiero acordarme. El apátrida lúcido retornando con la noche a su dormitorio, para cerrar la cortina y dejar la ventana abierta.

Pedro Villa Gamarra